23 febrero 2010

22 febrero 2010

El odio


Por Eduardo Aliverti

Sí, el tema de estas líneas es el odio. Planteado así, de manera tan seca y contundente, quizás y ante todo deba reconocerse que es más propio de cientistas sociales que de un simple periodista u opinólogo. Pero, precisamente porque uno es esto último, registra que su razonamiento respecto del clima político y social de la Argentina desemboca en algo que ya excede a la mera observación periodística.

Hay –es probable– una única cosa con la que muy difícilmente no nos pongamos todos de acuerdo, si se parte de una básica honestidad intelectual. Con cuantos méritos y deficiencias quieran reconocérsele e imputarle, desde 2003 el kirchnerismo reintrodujo el valor de la política, como ámbito en el que decidir la economía y como herramienta para poner en discusión los dogmas impuestos por el neoliberalismo. Ambos dispositivos habían desaparecido casi desde el mismo comienzo del menemismo, continuaron evaporados durante la gestión de la Alianza y, obviamente, el interregno del Padrino no estaba en actitud ni aptitud para alterarlos. Fueron trece años o más (si se toman los últimos del gobierno de Alfonsín, cuando quedó al arbitrio de las “fuerzas del mercado”) de un vaciamiento político portentoso. El país fue rematado bajo las leyes del Consenso de Washington y la rata, con una audacia que es menester admitirle, se limitó a aplicar el ordenamiento que, por cierto, estaba en línea con la corriente mundial. También de la mano con algunos aires de cambio en ese estándar, y así se concediera que no quedaba otra chance tras la devastación, la etapa arrancada hace siete años volvió a familiarizarnos con algunos de los significados que se creían prehistóricos: intervención del Estado en la economía a efectos de ciertas reparaciones sociales; apuesta al mercado interno como motor o batería de los negocios; reactivación industrial; firmeza en las relaciones con varios de los núcleos duros del establishment. Y a esa suma hay que agregar algo a lo cual, como adelanto de alguna hipótesis, parecería que debe dársele una relevancia enorme. Son las acciones y gestos en el escenario definido como estrictamente político, desde un lugar de recategorización simbólica: impulso de los juicios a los genocidas; transformación de la Corte Suprema; enfriamiento subrayado con la cúpula de la Iglesia Católica; Madres y Abuelas resaltadas como orgullo nacional y entrando a la Casa Rosada antes que los CEO de las multinacionales; militancia de los ’70 en posiciones de poder. En definitiva, y –para ampliar– aun cuando se otorgara que este bagaje provino de circunstancias de época, sobreactuaciones, conciencia culposa o cuanto quisiera argüirse para restarles cualidades a sus ejecutores, nadie, con sinceridad, puede refutar que se trató de un “reingreso” de la política. Las grandes patronales de la economía ya no eran lo único habilitado para decir y mandar. Hasta acá llegamos. Adelante de esta coincidencia que a derecha e izquierda podría presumirse generalizada, no hay ninguna otra. Se pudre todo. Pero se pudre de dos formas diferentes. Una que podría considerarse “natural”. Y otra que es el motivo de nuestros desvelos. O bien, de una ratificación que no quisiéramos encontrar.

La primera nace en el entendimiento de la política como un espacio de disputa de intereses y necesidades de clase y sector. Por lo tanto, es un terreno de conflicto permanente, que ondula entre la crispación y la tranquilidad relativa según sean el volumen y la calidad de los actores que forcejean. Este Gobierno, está claro, afectó algunos intereses muy importantes. Seguramente menos que los aspirables desde una perspectiva de izquierda clásica, pero eso no invalida lo anterior. Tres de esos enfrentamientos en particular, debido al tamaño de los bandos conmovidos, representan un quiebre fatal en el modo con que la clase dominante visualiza al oficialismo. Las retenciones agropecuarias, la reestatización del sistema jubilatorio y la ley de medios audiovisuales. Ese combo aunó la furia. Una mano en el bolsillo del “campo”; otra en uno de los negociados públicos más espeluznantes que sobrevivían de los ’90, y otra en el del grupo comunicacional más grande del país, con el bonus track de haberle quitado la televisación del fútbol. De vuelta: no vienen al caso las motivaciones que el kirchnerismo tenga o haya tenido y no por no ser apasionante y hasta necesario discutirlas, sino porque no son aquí el objeto de estudio. Es irrebatible que ese trío de medidas –y algunas acompañantes– desató sobre el Gobierno el ataque más fanático de que se tenga memoria. Hay que retroceder hasta el segundo mandato de Perón, o al de Illia, para encontrar –tal vez– algo semejante. Potenciados por el papel aplastante que adquirieron, los medios de comunicación son un vehículo primordial de esa ira. El firmante confiesa que sólo la obligación profesional lo mueve a continuar prestando atención puntillosa a la mayoría de los diarios, programas radiofónicos, noticieros televisivos. No es ya una cuestión de intolerancia ideológica sino de repugnancia, literalmente, por la impudicia con que se tergiversa la información, con que se inventa, con que se apela a cualquier recurso, con que se bastardea a la actividad periodística hasta el punto de sentir vergüenza ajena. Todo abonado, claro está, por el hecho de que uno pertenece a este ambiente hace ya muchos años, y entonces conoce los bueyes y no puede creer, no quiere creer, que caigan tan bajo colegas que hasta ayer nomás abrevaban en el ideario de la rigurosidad profesional. Ni siquiera hablamos de que eran progresistas. La semana pasada se pudo leer que los K son susceptibles de ser comparados con Galtieri. Se pudo escuchar que hay olor a 2001. Hay un límite, carajo, para seguir afirmando lo que el interés del medio requiere. Gente de renombre, además, que no se va a quedar sin trabajo. Gente –no toda, desde ya– de la que uno sabe que no piensa políticamente lo que está diciendo, a menos que haya mentido toda su vida.

Sin embargo, más allá de estas disquisiciones, todavía estamos en el campo de batalla “natural” de la lucha política; es decir, aquel en el que la profundidad o percepción de unas medidas gubernamentales, y del tono oficialista en general, dividieron las aguas con virulencia. Son colisiones con saña entre factores de poder, los grandes medios forman parte implícita de la oposición (como alternativamente ocurre en casi todo el mundo) y no habría de qué asombrarse ni temer. Pero las cosas se complican cuando nos salimos de la esfera de esos tanques chocadores, y pasamos a lo que el convencionalismo denomina “la gente” común. Y específicamente la clase media, no sólo de Buenos Aires, cuyas vastas porciones –junto con muchas populares del conurbano bonaerense– fueron las que el 28-J produjeron la derrota electoral del kirchnerismo. ¿Hay sincronía entre la situación económica de los sectores medios y su bronca ya pareciera que crónica? Por fuera de la escalada inflacionaria de las últimas semanas, tanto en el repaso del total de la gestión como de la coyuntura, los números dan a favor. En cotejo con lo que ocurría en 2003, cuando calculado en ingresos de bolsillo pasó a ser pobre el 50 por ciento del país, o con las marquesinas de esta temporada veraniega, en la que se batieron todos los records de movimiento turístico y consumo, suena inconcebible que el grueso de la clase media pueda decir que está peor o que le va decididamente mal. Pero eso sería lo que en buena medida expresaron las urnas, y lo que en forma monotemática señalan los medios.

Veamos las graduaciones con que se manifiesta ese disconformismo. Porque podría conferirse la licencia de que, justamente por ir mejor las cosas en lo económico, la “gente” se permite atender otros aspectos en los que el oficialismo queda muy mal parado, o apto para las acusaciones. Ya se sabe: autoritarismo, sospechas de corrupción, desprecio por el consenso, ausencia de vocación federalista, capitalismo de amigotes y tanto más por el estilo. Nada distinto, sin ir más lejos, a lo que recién sobre su final se le endilgó a Menem y su harén de mafiosos. ¿Qué habrá sucedido para que, de aquel tiempo a hoy, y a escalas tan similares de bonanza económica real o presunta, éstos sean el Gobierno montonero, la puta guerrillera, la grasa que se enchastra de maquillaje, los blogs rebosantes de felicidad por la carótida de Kirchner, los ladrones de Santa Cruz, la degenerada que usa carteras de 5 mil dólares, la instalación mediática de que no llegan al 2011, el olor al 2001, el uso del avión presidencial para viajes particulares? ¿Cómo es que la avispa de uno sirvió para que se cagaran todos de la risa y las cirugías de la otra son el símbolo de a qué se dedica esta yegua mientras el campo se nos muere? ¿Cómo es que cuando perpetraron el desfalco de la jubilación privada nos habíamos alineado con la modernidad, y cuando se volvió al Estado es para que estos chorros sigan comprándose El Calafate? Pero sobre todo, ¿cómo es que todo eso lo dice tanta gente a la que en plata le va mejor?

Uno sospecharía principalmente de los medios. De sus maniobras. De que es un escenario que montan. Pues no. Por mucho que haya de eso, de lo que en verdad sospecha es de que el odio generado en las clases altas, por la afectación de algunos de sus símbolos intocables, ha reinstalado entre la media el temor de que todo se vaya al diablo y pueda perder algunas de las parcelas pequebú que se le terminaron yendo irremediablemente ahí, al diablo, cada vez que gobernaron los tipos a los que les hace el coro.

Debería ser increíble, pero más de 50 años después parece que volvió el “Viva el Cáncer” con que los antepasados de estos miserables festejaron la muerte de Eva.

15 febrero 2010

QUÉ TE PASA CLARÍN?

Clarín: Un día de furia

Por Horacio Sacco

La obsesiva y persistente hostilidad del monopolio Clarín hacia el gobierno no reconoce límites. Ahora tocó ser blanco de su desenfrenado ataque mediático el movimiento bloguero peronista, una red medianamente organizada de espacios virtuales donde -según Clarín- un grupo de cibermilitantes rentados tratan infructuosa e ingenuamente de levantar la alicaída imagen de la presidenta. Pese a lo trasnochada y mentirosa, la bizarra aseveración no deja de tener su lado divertido. Porque tener que recurrir a ardides tan irrelevantes como groseros deja al descubierto lo desesperado de la actitud de quienes trazan la línea política general del diario y de quienes la ejecutan en sus particularidades: los escribas a sueldo.

El llamado movimiento bloguero peronista no ha surgido de la nada ni por arte de la magia cibernética, sino por un inmenso monto de prepotencia de trabajo. Ocupan un espacio. Son visibles. Simpatizan con el gobierno. Hay que atacarlos.

Clarín padece de desesperación crónica por agredir, humillar y descalificar al gobierno en una guerra sin códigos ni cuartel. Deslizar que son rentados, en un tono desenfadado y ramplón y sin prueba alguna, una multitud de jóvenes y no tan jóvenes que sinceramente y desde sus profundas convicciones apoyan en sus blogs las políticas del gobierno no es delirio ni mala leche, es otra cosa.

No se necesita dinero para abrir un blog ya que los servicios de alojamiento web -Clarín lo sabe perfectamente- son gratuitos. Basta sentarse frente a una PC y ponerse a escribir, y a veces ni eso, solo copiar y pegar. Pero si hay solidaridad para apoyarse mutuamente, inteligencia para comunicar, creatividad para expresarse y audacia para sobrevivir colectivamente, todo eso que en los jóvenes peronistas sobra, mucho mejor.

Conocemos a muchos blogueros que no solo no viven de la política sino que a veces no pueden pagarse el café. Ninguno de nuestros conocidos ha pisado un despacho oficial o una oficina pública. Nadie recibe un subsidio, un plan o el mísero y fantaseado choripán por asistir a un acto. Muchos nacieron a la política ayer nomás. Ni siquiera son hijos de la dictadura, son hijos del oprobio neoliberal de la pizza y el champán al que Clarín quiere volver. Su único pecado es ser jóvenes, alegres, peronistas y sobre todo simpatizantes del gobierno. Infamia suficiente para que el monopolio mediático les baje el pulgar. Algunos idealizan "los viejos tiempos" de los 70 como los militantes de los 70 idealizábamos al primer peronismo. Todos ponen garra y pasión en lo que hacen. Dan sus horas, su esfuerzo y su corazón por un proyecto de país de todos y para todos. Son, podría decirse simplemente, buena gente.

Y que venga un miserable a pretender desprestigiar la nobleza y sinceridad de estos jóvenes, muchos recién nacidos a la política, indigna. Todo por un plato de soja. Porque el escriba a sueldo de Clarín, a diferencia de los blogueros que difama alegremente, sí cobra por lo que hace.

Un día ha de escribirse la historia de este época preñada de desencuentros y esperanzas. Sin duda alguna las miserias de Clarín y las agachadas de sus escribas ocuparán un enorme espacio. Pero quizás bastará un solo blog para testimoniarlo. En ese blog algún chico copiará, para que abran sus ojos las generaciones venideras, la nota de Clarín de un servil a sueldo.

FUENTE: WWW.ELORTIBA.ORG

11 febrero 2010

NO TENGO DUDAS


Mientras las madres y abuelas de Plaza de Mayo estén junto al gobierno no tengo dudas. Mientras sigan apareciendo hijos de desaparecidos recobrados, no tengo dudas. Mientras haya quienes sigan vivando a los represores, no tengo dudas. Mientras los gobiernos de Latinoamérica estén cada día más ligados a la Argentina, no tengo dudas. Mientras la jerarquía de la Iglesia sea más afín al mensaje de los opositores que al mensaje del gobierno, no tengo dudas. Mientras el FMI esté allá pero no aquí, no tengo dudas. Mientras la extrema izquierda se vaya tanto a la izquierda que termine en la derecha, no tengo dudas. Mientras la derecha se indigne porque considera a este gobierno de izquierda, no tengo dudas. Mientras la Mesa de Enlace se sonría victoriosa rodeada de porotos de oro, y los gurúes de la City auguren inminentes cataclismos, no tengo dudas. Mientras haya tanta libertad que se pueda decir que el oficialismo hace todo mal y que lo seguirá haciendo mal, no tengo dudas. Mientras se pueda caricaturizar con libre albedrío a la presidenta y su marido en el lecho conyugal, no tengo dudas. Y si a esas caricaturas del matrimonio las incluyen en un film “porno”, menos dudas tendría. Mientras la iluminada Casandra augure que la Argentina “podría desaparecer del mundo civilizado”, no tengo dudas.
Mientras gran parte de la sociedad democrática se expresa públicamente día y noche, en la vigilia y en el sueño contra el gobierno no tengo dudas. Mientras la luz y el gas no se apaguen, y no se seque la nafta, y no colapsen los radares, los aviones y los trenes sin hacer caso de las profecías, no tengo dudas. Mientras los jubilados de antes y los de ahora cobren normalmente con plata como todos los trabajadores, no tengo dudas.
Mientras quienes se reconocen progresistas, pero están contra el Gobierno, posan incoherentes en la foto junto a los no progresistas históricos, no tengo dudas. Mientras haya aquí patriotas aterrados porque una empresa multinacional argentina es estatizada en Venezuela, y esos mismos patriotas ni siquiera se inquietaron cuando fue privatizada toda la Argentina, no tengo dudas. Mientras de un lado esté Marcos Aguinis y del otro José Pablo Feinmann; y de un lado esté la Tribuna de doctrina y del otro Carta abierta de los intelectuales, y de un lado estén Blumberg, el rabino Bemberg y el gatillo fácil, y del otro las garantías y el juez Zaffaroni; no tengo dudas.
Eso sí: tengo dudas de no tener dudas. Pero la oposición, paradójicamente, me inspira certidumbres. Sí, certidumbres opositoras contra las certezas de los opositores.


Por Orlando Barone en Mayo de 2009